ESTOS VIKINGOS NO SON AFICIONADOS MERENGUES
La historia del icono vikingo comienza con un cambio en el tiempo. Aristóteles había dejado escrito que el tiempo era circular. Esto se asumió como dogma hasta el siglo XVIII, en el que Kant convirtió el tiempo en lineal, que es la convicción en la que estamos ahora. Con el tiempo lineal nacieron las ideas del progreso y de la historia. Es decir, el tiempo ganó espacio tanto hacia adelante como hacia atrás. Para los ingleses, que estaban construyendo un imperio gracias a su máquina de vapor y su era industrial, era un sonrojo no tener una historia monumental para lucir. Y por eso se puso de moda entre los arquitectos románticos edificar junto al palacio de nueva planta un grupo de ruinas falsas, que se construían ya rodeadas de césped y colonizadas por madreselvas trepadoras.
En ese contexto llegan los vikingos a la Inglaterra victoriana de la era del vapor. Y lo hacen a lomos de La saga de Frithiof (1825), una saga romántica escrita por Esaias Tegnér, que hoy pasa por ser el padre de la poesía moderna sueca, donde recuperaba otra saga noruega del siglo XIV. En ese estallido romántico que expandió el tiempo, revalorizó la estirpe, y extendió los nacionalismos por toda Europa, Goethe promocionó el poema y Tegnér obtuvo fama internacional que le ganó incluso un puesto de obispo. Se tradujo a todos los idiomas, pero en alemán tuvo veinte traducciones, y aun más, veintidós, en Inglaterra. La primera, la más importante, la que cautivó la imaginación británica en 1834, tenía ilustraciones donde los vikingos lucían cuernos en sus cascos. Unos cuernos que nunca habían llevado en el pasado, pero que hoy conservan en todas sus encarnaciones.
Unos villanos de cuernos
Así se ha forjado la segunda gran confusión sobre los vikingos: su imagen de asesinos sanguinarios que cruzan los mares para dedicarse a la violación y al pillaje. Esa imagen pertenece únicamente al acervo británico. En los países nórdicos, la imagen dominante de los vikingos se centra en la sociedad donde vivían y se ocupa menos de ese pirateo inmisericorde, que al fin y al cabo era practicado por unos pocos que en nuestros días podríamos calificar como emprendedores. Este detalle sigue siendo un problema para industria turística, porque la gente acude a los terrenos vikingos esperando encontrar aventuras a sangre y cuchillo y lo que se encuentran son poblados pacíficos y ordenados. Mucha convivencia, pocas vísceras, ni un triste hachazo gratuito.
La hiperviolencia con cuernos que vehicula el mito de los vikingos es, por tanto, una creación popular, y su relación con la antropología es ligera y conflictiva. Cuanto más fiel es una obra sobre los vikingos, menos los reconocemos. En los años cincuenta hubo una determinación firme de reconducir el mito vikingo hacia su realidad histórica, en uno de sus regresos regulares a las estanterías de éxito. La floración la causó la novela Orm el rojo del sueco Frans G. Bengtsson, que se virtió al inglés en 1954 bajo el título de The Long Ships y que cuajaría en un largometraje homónimo con Sidney Poitier que aquí se tituló Los Invasores (1964). En plena cresta de la ola nórdica, Kirk Douglas protagonizó Los Vikingos (1958) que pasa por ser la película más taquillera de la especialidad. Allí encarnaba a Beowulf, el personaje fundacional de la épica anglosajona, protagonista de un largo poema sin título datado del siglo XI que se recupera regularmente en un continuo reciclaje del mito. El más reciente, el vertiginoso cómic que Santiago García y David Rubín publicaron en 2013.